Unidad, división y conmemoración de los 50 años del Golpe de Estado en Chile
por Haydee Oberreuter, Subsecretaria de Derechos Humanos, Gobierno de Chile
En el marco de la conmemoración de los 50 años del Golpe de Estado en Chile que, el 11 de septiembre de 1973 inauguró una dictadura civil militar que asoló por 17 años al país, se están desarrollando algunas discusiones que vale la pena analizar y exponer. En este artículo, quisiera enfocarme en una que se refiere al recuerdo del Golpe, la dictadura y las violaciones a los derechos humanos, como un factor de unidad o división nacional.
Asumo este énfasis porque desde la Subsecretaría de Derechos Humanos, que hoy me toca liderar, promovemos un horizonte donde los derechos humanos sean valores comunes para la sociedad completa. Por lo mismo, la polarización que continúa generando el recuerdo del Golpe de Estado es un obstáculo fundamental para avanzar en esa línea. De ahí la necesidad de construir fórmulas para salir del círculo vicioso en que nos encontramos.
En efecto, es posible constatar que en muchas ocasiones se asume como cierta la premisa que este recuerdo es un factor que divide al país. Por ejemplo, en una reciente encuesta de la Universidad del Desarrollo, se preguntaba si la conmemoración debería enfocarse en “reconciliar a los chilenos y mirar hacia adelante”, o en “recordar las violaciones a los derechos humanos”.
Es decir, se asume la incompatibilidad entre hacer memoria sobre la violencia ejercida por el Estado en contra de la sociedad, y alcanzar mayor cohesión y consenso social. Lo anterior es partir de una premisa que, aunque fácticamente puede ser correcta, es dañina para reparar la fractura que sigue existiendo en nuestra comunidad nacional.
El círculo vicioso está dado porque, al asumir que el recuerdo del Golpe, la dictadura y las violaciones a los derechos humanos divide, y por lo mismo resultaría indeseable abordarlo, entonces se impide enfrentar las consecuencias sociales y políticas derivadas del peso de las acciones y violencias generadas por dicho periodo. Y son precisamente esas consecuencias las que generan estos factores de división y conflicto, que además se van entroncando con experiencias y situaciones nuevas a medida que pasan los años, y por lo mismo, se van haciendo cada vez más complejas de abordar. Y por lo mismo, enfrentarlas produce creciente animadversión, y entonces el argumento para evitarlas porque producen división, se fortalece.
Desde la Subsecretaría de Derechos Humanos, en cambio, partimos de dos premisas diferentes para abordar estos asuntos. La primera es no hacer más daño. La segunda, es que el tiempo acrecienta los problemas derivados de las violencias y las violaciones a los derechos humanos, no los resuelve. Por lo mismo, aspiramos a que el recuerdo y la elaboración en torno a estas violencias sea un factor de unidad y cohesión social, que nos permita avanzar hacia una sociedad donde el compromiso con los derechos humanos sea el punto de partida para nuestra acción pública y cotidiana.
Como mi experiencia de vida es la de una dirigente de derechos humanos, que fue sobreviviente de prisión política y tortura, conozco muy bien la extensión y profundidad del daño causado, así como todas las ramificaciones que este ha tenido en la experiencia vital de decenas de miles de víctimas, y de centenares de miles de familiares. Sé muy bien que una de las consecuencias de esta situación es la de partir siempre desde la desconfianza hacia el Estado.
Por lo tanto, hay una dificultad objetiva para poner a las víctimas y sus familiares en el centro de las políticas públicas que aborden integralmente las deudas del pasado en materia de derechos humanos. Estamos trabajando para subsanarla, poniendo un fuerte énfasis en la participación y en la escucha. Esa es la única manera de lograr impactos eficaces y positivos que sean sustentables en el tiempo, y que permitan abrir espacios de reparación genuina para restituir la cualidad plena de ciudadanos a quienes fueron vejados por la violencia dictatorial.
Sin duda, existen muchos procesos personales y familiares que han permitido que miles de personas que vivieron estas violencias o sus consecuencias indirectas, se reintegren a la sociedad y se desenvuelvan con éxito en la misma. De hecho, muchas víctimas o familiares han ocupado cargos de alto rango en diversos gobiernos de las últimas décadas en Chile.
Pero al mismo tiempo, existen varios miles que no han tenido esa suerte. Además, en muchas ocasiones la idea de ser capaz de “dar vuelta la página” trae consigo la necesidad de “dejar atrás” el sufrimiento, y por lo mismo, pone la presión de olvidar para continuar en quienes fueron víctimas y familiares. En última instancia, sería su responsabilidad la de abrir el corazón lo suficiente como para perdonar a quienes hicieron daño. Y aquellos que no están dispuestos aparecen como resentidos o como egoístas que ponen sus problemas particulares por encima del bien común.
No hay duda que el Estado de Chile ha actuado frente a las violaciones a los derechos humanos, y de hecho, lo ha hecho con mayor fuerza que en otros lugares. Pero asumir esa realidad es compatible con reconocer las falencias y exclusiones que el proceso ha tenido. De hecho, continuar con el trabajo realizado necesita analizar críticamente su despliegue pasado, para fortalecer debilidades y enmendar errores. Una perspectiva de derechos humanos en la política pública debe siempre asumir el compromiso de mejora constante.
En el minuto actual, para seguir avanzando se requiere asumir como Estado el peso del Golpe de Estado, la dictadura y las violaciones a los derechos humanos, pues su carga ha estado puesta principalmente sobre los hombros de familiares y víctimas. Somos nosotros, desde el aparato público, quienes debemos construir herramientas para que como país podamos colectivamente elaborar en torno a los recuerdos traumáticos y dolorosos, para resignificarlos y continuar. Tenemos que ser conscientes que es responsabilidad nuestra prevenir que estas heridas se sigan entroncando con nuevas experiencias y nuevas generaciones.
Por eso estamos construyendo una agenda robusta e integral que continúe y profundice el trabajo realizado, y que cambie el foco, hacia un Estado que acompaña, cuida y repara. Esto permite canalizar una deuda acumulada por décadas, lo que contribuye a generar espacio para nuevas y urgentes discusiones, sobre el lugar de los derechos humanos en desafíos contemporáneos, derivados de transformaciones en todo ámbito de cosas. Debemos preguntarnos cómo enfrentamos asuntos derivados de las crisis actuales de modo tal, que avancemos en el ejercicio y goce de los derechos humanos por parte de cada vez más personas.
Para abrir esa discusión en Chile, es necesario enfrentar temas pendientes, y asumir los costos de ello. Requerimos construir horizontes comunes para los próximos 50 años, y por lo mismo es necesario trabajar para reencontrar una comunidad política que fue fracturada hace cinco décadas, y que todavía no se ha recompuesto.
La principal razón por la que el recuerdo de las violaciones a los derechos humanos sigue dividiendo a los chilenos, es porque existen sectores que no han estado dispuestos a reconocer su responsabilidad en esos hechos, ni tampoco han sido capaces de asumir que parte de sus posiciones son consecuencia de esas violencias. Sin una aceptación genuina de esa realidad, es difícil avanzar hacia un horizonte donde los derechos humanos sean valores comunes. Ellos deben renunciar a la amenaza de una profundización autoritaria, que se sostiene en la impunidad.
Ya no es suficiente condenar las violaciones a los derechos humanos de palabra, mientras en los hechos se perpetúan sus efectos, o se evita la verdad, la justicia, la memoria, la reparación y las garantías de no repetición. Nuestro desafío para este año 2023 será trabajar en unos nuevos límites para nuestra comunidad política nacional, donde las violaciones a los derechos humanos no tengan cabida, y por lo mismo, permitan asegurar una profundización de la convivencia democrática.